Categoría: Relatos

  • Decisión extrema

    Decisión extrema

    Javier Martínez no era más que un hombre de mediana edad. Un buen tipo con una mirada decidida, pero sin embargo cansada. Posiblemente por haber dedicado parte de su vida a buscar un buen trabajo. La suerte no era su fuerte; más bien lo contrario. Sus escasos recursos académicos probablemente fuese la causa de que se hubiera visto obligado a trabajar en lo que encontraba. Lo que nadie quería. Fueron decenas los oficios que desempeñó. Aun así, jamás alcanzó a saber cuál era el suyo. Así sucedió hasta que encontró el que podría ser definitivo, el que le durase hasta llegar a la edad de jubilarse. Pero, lo que no esperaba, era que aquella muerte pudiese trastocar sus vidas.

    A sus cincuenta años, entró a formar parte de la plantilla de una empresa de seguridad. Sus primeras gestiones fueron aquellas en las que tuvo que trabajar de noche y hacer vigilancias en lugares donde se pasaba calor en verano y frío en invierno. Las más duras, las más molestas y, aun así, las peor pagadas. Su talante, su buena presencia y el haber demostrado un buen comportamiento le valió para que sus superiores lo valorasen como merecía y por fin consiguió un turno y un lugar digno donde desempeñar su función. A partir de ese día, Javier iba a ser el vigilante de seguridad de una de esas grandes superficies. Las penurias se habían acabado.

    Llevaba más de tres años paseándose uniformado por aquellos pasillos. Al igual que un águila surca majestuosamente los aires en busca de su presa, él controlaba cada una de las tiendas que a derecha e izquierda constituían todos aquellos establecimientos donde la gente entraba a realizar sus compras. Al pasar por delante saludaba a los empleados de forma sibilina, con disimulo por si de ellos recibía algún gesto en el que entendiese que algo iba mal. Los lugares donde le requerían, por haberse cometido algún hurto, o por alguna otra circunstancia que exigiese que tuviera que personarse, acudía raudo y actuaba de forma eficaz.

    Javier era feliz. Por fin había encontrado su estabilidad personal y familiar. Laura lo esperaba todas las tardes después de salir del mercado municipal en el que llevaba trabajando desde niña en una parada de fruta. Ahora podían marcharse a pasear por las calles del Casco Viejo y por La Rambla. Deambular abrazados o cogidos de la mano y explicarse cómo le había ido el día a cada uno de ellos. Se podían permitir tomarse algo en alguna de las terrazas de la Plaza Cataluña. Recorrer el parque de la Muntanyeta o el de Marianao y esperar allí a que se hiciera oscuro para mirar las estrellas. Hacer esas pequeñas y a la vez tan grandes cosas que no habían podido hacer antes.

    Ese viernes, nada más llegar a casa, cansado de estar tantas horas de píe, ella le sorprendió. Ese fin de semana libraba y Laura le había preparado una sorpresa. 

    —He hecho una locura —le dijo al tiempo que lo abrazaba.

    Javier no esperaba que le recibiese de aquel modo. Y mucho menos que le soltase algo así.

    —¿Qué ha pasado? —soltó asombrado.

    —He hecho una reserva en un Hotel de Salou. Lo he cogido desde mañana por la mañana hasta el domingo después de comer —lo miró fijamente— ¿No te habrán cambiado el turno?

    —No, no me lo han cambiado —contestó insólito—. Aquello le pareció extraño.

    —Te hace falta. Así no pensarás en nada más que en pasárnoslo bien. Tienen piscina y está frente a la playa —le dijo tirando de él— ¡Venga! Date una ducha. Tengo la cena preparada. Luego te doy más detalles.

    Mientras cenaban, le hizo ver que le serviría para no pensar en lo del lunes siguiente. Javier tenía que personarse en el juzgado para ratificar su declaración e identificar a la persona que vio huir en un vehículo. No era la primera vez que lo llamaban a declarar por cosas que sucedían en su trabajo. En ocasiones había tenido altercados con personas que trataban de llevarse prendas. Eso le originó recibir alguna que otra amenaza. Sin embargo, nunca se había visto envuelto en un hecho penal.

    Días atrás, haciendo su ronda por la zona del aparcamiento, observó como dos personas se habían enzarzado en una discusión y uno de ellos apuñaló al otro. Él no pudo más que gritar pidiendo ayuda, pero aquella persona falleció antes de que llegaran a socorrerle.

    Esos dos días prometían ser un descanso emocional. Realmente ella lo había conseguido. Javier no pensó en ningún momento en el juicio. No tuvo tiempo ni ocasión. Desde que llegaron el sábado al hotel ella se encargó de acudir a la piscina y darse un baño hasta la hora de comer. Luego la correspondiente siesta. La tarde la pasaron paseando cerca de la playa. Cenaron y luego bailaron hasta pasada la una de la madrugada. Por la mañana desayunaron y se marcharon a la playa hasta la hora de comer. Decidieron acudir a la piscina para despojarse de la salitre antes de ir a comer. Cogieron dos hamacas y se bañaron y tomaron el sol. Todo era una maravilla.

    —¿Nos vamos a comer? —preguntó él—. Tú, no sé, pero yo tengo hambre.

    —Subo a ducharme y bajo. Necesito cambiarme.

    —¡Vale! Yo te espero aquí.

    Más de media hora después, viendo que su mujer no bajaba, se levantó de la hamaca y se dirigió al vestíbulo con intención de subir a la habitación a ver que le podía haber pasado. No era normal.

    Justo cuando iba a coger el ascensor, tropezó con un hombre que salía.

    —Perdone —dijo aquel.

    Javier se dio cuenta que a esa persona se le había caído un papel y se agachó a cogerlo con la intención de llamarlo para hacerle saber. Aquel, ya no estaba allí.

    Miró la nota y pudo leer: “Señor Javier Martínez. Llame a este número de teléfono y le diremos dónde está su mujer. Le estamos controlando. Si avisa a alguien, no la volverá a ver”. Debajo de ese escrito había un número de teléfono.

    No entendía nada. No sabía qué hacer. No sabía si subir a la habitación para comprobarlo o si acudir a la recepción para avisar de lo que había ocurrido. Estaba desconcertado.

    Optó por marcar ese número de teléfono.

    —¿Quién es usted? —dijo nada más oír que atendieron la llamada.

    —Déjese de hacer preguntas y atienda. Esto va en serio. Tiene su coche abajo en el aparcamiento. Vaya y lea la nota que hemos dejado. Obedezca o no volverá a ver a su mujer con vida.

    —¡Pero…! —Colgaron.

    La nota era muy explícita. Debía declarar que vio correr a un hombre y que se fijó en la matrícula del primer coche que vio que salía en aquel momento. Que no estaba seguro de que aquel se hubiese subido en él. Que dudaba. Que todo fue muy rápido. Y, sobre todo, que no reconociese a la persona que le pusieran delante de él. Tenía que decir que esa no era la persona que cometió el apuñalamiento en el aparcamiento. La amenaza era explícita. Si no cumplía, no volvería a verla. Si lo hacía como le indicaba, su mujer le estaría esperando en casa. Con vida.

    Lo que prometía ser un fin de semana feliz, con la mejor intención del mundo por parte de Laura, acabó siendo el más horrible de su vida. Abandonó el hotel y todo el domingo lo pasó tratando decidir si acudía a la policía o seguía al pie de la letra lo de aquella nota. Había visto películas donde, por no hacer caso, mataban al rehén. Y otras en las que, a pesar de obedecer, al final todo salía mal y también moría. Todo era un desconcierto. El temor a lo que podría ocurrir le quemaba como el fuego del infierno.

    Sin haber podido dormir, acudió al juzgado y cumplió a rajatabla la amenazante misiva.

    Cuando llegó a casa entró como si el diablo le persiguiese. Le costó abrir la puerta y llegar hasta el comedor. Lo hizo dejando el coche sobre la acera, sin cerrar, golpeándose contra todo lo que encontraba a su paso por tratar de llegar lo antes posible y comprobar si su mujer estaba allí. Unos segundos que se le hicieron eternos. Jamás había pasado tanta angustia. Tanto miedo.

    Al llegar al salón, la vio. Allí estaba. En el sillón. Su cara era tan blanca como la nieve. Sus brazos caídos sobre su regazo. Los ojos abiertos de par en par. Inmóvil. Como una muñeca de trapo.

    Javier cayó de rodillas a sus pies.

    Fue entonces cuando Laura se levantó y se abalanzó sobre él para abrazarlo.

    Con esa decisión, aunque su conciencia quedase resentida, Javier había salvado a su mujer.

    Lo que jamás averiguaría, es que la primera en ser amenazada por aquellos tipos había sido ella. Y que permitió planearlo así sabiendo cómo actuaría él. Laura era consciente que, de habérselo propuesto a él directamente, nunca lo habría aceptado.

  • SOLO CON DOS TACOS – PREMIO LA NIT DEL LLOP

    SOLO CON DOS TACOS – PREMIO LA NIT DEL LLOP

    ORFEO CORNELLÀ

    PREMIO LA NIT DEL LLOP – abril/2019 

     

    La noche del 27 de junio de 2019, tuve el honor de ser invitado, como ganador del mes de abril en el Concurso de Relatos Breves de «La Nit del Llop», a la cena que el Orfeo Català de Cornellà lleva a cabo el último jueves de cada mes y donde invitan al ganador mensual de esos relatos y al escritor o escritora que los miembros del club han leído su novela. Un lujo de acto al que asisto de vez en cuando y donde he tenido el honor de estar invitado también por haberse leído mis obras.

    Independientemente de Ernesto Rincón, y de los asistentes habituales al mismo a estas cenas y encuentros literarios, en este día me acompañó Héctor Daniel Oliver Campos, como ganador del concurso de relato del mes de abril (clasificado también, como yo, para el premio anual), acto que se llevó a cabo para gozar con Empar Fernández que se encargó de ilustrarnos sobre la primera Guerra Mundial y la epidemia de la gripe en ese proceso bélico; historias estas que cruzan de principio a fin esa maravillosa novela suya: «La epidemia de la primavera».

    Por si os apetece leerlo, os pongo el relato que con el gané ese mes de abril, «Solo con dos tacos».

    SOLO CON DOS TACOS.

    Recuerda que no se había quitado los zapatos. Ni siquiera había puesto un paño sobre el asiento de la silla. Evoca en su memoria que, desde allí subido, miraba, a través de la ventana, el paso de los coches que circulaban sin pensar en los demás; ajenos a la vida individual del resto de la gente que, absortos en sus cuestiones particulares, deambulaban cerca de ellos. A los peatones que en rojo cruzaban los pasos de cebra. A aquellas personas que paseaban por las aceras sorteando el mobiliario urbano, las sillas y mesas de la terraza de los bares, los patinadores y unas cagadas de perros que sus desaprensivos amos no consideraban tener que recoger. A su mente trae que aquella mañana se esforzaba en despejar unas nubes que amenazaban una repentina lluvia mientras algunos tímidos rayos de sol, con mucho esfuerzo, iluminaban la calle dibujando en el suelo las grises y alargadas sombras de los árboles que en aquella rambla llevaban años plantados resignados a ver y oír las miserias de tanta gente.

    Se acuerda Manuel que Irene le había recriminado: «¿Solo con dos tacos?»-. Porque ella creía que no eran suficientes para que aguantase el peso de la barra y las cortinas nuevas. Y que él, sin atenderla, y todavía atravesando con su mirada perdida los cristales del ventanal, recordaba el momento en que su hija, tres días antes, les comunicó que estaba embarazada de su primer hijo. Ese viernes que Lucía y Mario, habían ido expresamente a comer con ellos para darles la noticia. «¡Les hacía tanta ilusión a los dos!». Fue un comunicado inesperado porque, aunque tenían esperanzas, dudaban que ese sueño se llegara a producir. Su única hija llevaba dos años soportando varios tratamientos intentando crear una nueva vida. Tanto Mario como ella, mostraban en sus caras una sonrisa que había borrado por completo la dibujada tristeza de tantos días de pruebas. Por fin se habían diseminado todas aquellas justificadas arrugas de Lucía que, junto a sus achinados ojos negros, se le habían formado por la incertidumbre de no conseguirlo. Incluso las oscuras ojeras, producidas por tantos llantos sostenidos, habían desaparecido. Su cara brillaba de emoción y alegría. Se habían acabado las idas y venidas a los hospitales para someterse a los diferentes métodos in vitro. A todas aquellas visitas para aportar semen y óvulos con las esperanzas de que algún día fecundara y pudieran dar la noticia que entonces acababan de participar.

    Evoca ahora en su cabeza que Irene había ahogado en su pecho, durante mucho tiempo, una pena que le quemaba como las llamas que calcinan el infierno, y que ese día lloraba y reía por la felicidad que por fin gozaba su hija.

    Tras los cristales, Manuel sigue observando el caminar desesperado de los transeúntes. De gente que muestra una prisa que él ya no tiene. Con la mirada totalmente perdida evoca los planes que, dos días antes, todos habían estado haciendo. No puede olvidar como Lucía, ilusionada, les relataba cómo y a quién iba a contárselo. Que la boda de su prima Carmen, que se casaba ese mismo domingo y a la que iban a acudir, iba a servir para comunicárselo a todo el mundo.

    De nuevo, mientras mira la calle desde allí subido, le vienen aquellas voces: «Manuel duerme un poco. El viaje es largo y has de descansar». Y su inútil respuesta «¡Qué pesada que eres!» haciendo caso omiso.

    Ve como si estuviera allí, las maletas de los cuatro cargadas en el maletero. Y dentro, las ropas que iban a lucir en la boda. Sus mejores galas. Un vestuario elegido para festejar el enlace y pregonar aquella gran noticia a la familia que, por estar a ochocientos kilómetros, solamente veían una vez al año.

    Manuel se maldecía de que, a sus sesenta años y por culpa de una cabezonería e intransigencia que arrastraba desde joven, hubiese querido seguir conduciendo aun llevando tantas horas, y de noche. Negándose a cederle el volante a Mario. Su testarudez no le dejaba darse cuenta que su cansancio mermaba sus reflejos y siguió circulando por aquellas carreteras en las que las luces de los faros de su coche trataban de ir señalando cada una de las rayas pintadas de blanco que el vehículo engullía a su paso como si jamás hubiera recorrido senda alguna. Y él seguía negándose a cambiarse por Mario a pesar de que su vista cansada se perdía cien o doscientos metros más allá de donde él va sentado mientras, con firmeza, sujeta el volante y pisa un pedal que alimenta las ganas de seguir recorriendo y tragando camino aun consciente del peligro que ello comporta.

    Los ojos se cansan, pero él calla. El camino sigue y su cerebro pide descanso. Un descanso que no advierte. Las voces de los que, a su lado y detrás van sentados, reprochando su comportamiento parecen ir enmudeciendo. Voces que siguen hablando pero que él ya no oye.

    De pronto, la carretera sigue resta pero el coche no y se escucha un estruendo…, gritos…, polvo…, cristales… y… ¡muerte! A continuación: Silencio. Mucho silencio.

    Solo su respiración es la que oye. La sangre tapa sus ojos. Llama a Irene, a Lucía y a Mario. Nadie contesta.

    Ahora está mirando por la ventana y sigue viendo pasar a toda aquella gente. Personas que tienen un a dónde ir y un por qué seguir.

    El sol empieza a calentar con fuerza. Las nubes negras han dejado que el cielo luzca su azul más cálido. Una luz de verano que ni Irene, ni Lucía, ni Mario, ni el niño que venía, podrán jamás volver ver. Una felicidad truncada de la que él se siente brazo ejecutor. Una rabia que no puede soportar y que le corroe por dentro devorándole el alma.

    Manuel deja de mirar la ventana y se centra en lo que ha venido a hacer. Con un pie permanece en equilibrio encaramado a la silla mientras coloca el otro en el respaldo de la misma.

    De verlo así, Irene le hubiera regañado y él le hubiera replicado: «¡Pero… qué pesada que eres!».

    Con sus manos atadas a la espalda, su pierna empuja fuerte y la silla se vuelca. Queda a treinta centímetros del suelo. Su cuerpo ofrece los mismos respingos de una fiera que no quiere morir, pero es inútil. El cuello se oprime gracias al nudo corredizo que él mismo, minutos antes, elaboró con sus propias manos.

    Su cuerpo se tambalea y balancea como el péndulo de bronce un reloj de pared. Hasta que deja de moverse. Orina y semen han mojado sus pantalones. Los zapatos se han despojado de sus pies dejándolos desnudos y su lengua sale por la comisura de la boca. Su vida se apaga.

    La barra resiste ¡Con tan solo dos tacos!

  • ANTOLOGÍA SANTBOIANA DEL COVID-19

    ANTOLOGÍA SANTBOIANA DEL COVID-19

    HISTÒRIES CONFINADES.

    Todos sabemos lo que ha ocurrido. Todos sabemos lo que seguimos arrastrando. Todos imaginamos lo que puede alargarse este sufrimiento que nos ha venido sin esperarlo. Sin embargo, todos quisiéramos que esto parase aquí y que jamás se repitiera. Que no hubiera sucedido. Pero me hago una pregunta. Puede que sea una pregunta estúpida, quizás una pregunta de la que nadie quiera dar una respuesta. En cambio, me ronda en mi cabeza dando vueltas sin sentido alguno. Preguntándome a mí mismo si realmente vale la pena preguntárselo ¿Sabemos cómo lo ven otras personas?

    Eso era lo que me corroía por dentro, quizá más que la propia epidemia. Veía familias lamentarse de la pérdida de seres queridos, de la impotencia de no poder haber estado junto a ellos en los últimos momentos. Padeciendo el no saber dónde llevaban sus cuerpos, ni cuándo los podrían enterrar. Algo con lo que nunca imaginaron tenerse que encontrar. Todo ello y un cúmulo de noticias que me hacían temer lo peor por extravagantes, con mensajes inconexos, y en ocasiones aparentemente estúpidas para muchos, seguramente por miedo a equivocarse al tomar, o no, según que decisiones. Todo ello me volvía loco queriendo saber cómo lo podrían explicar esas otras personas.

    Y ahora lo sé. Esas personas, escritores y escritoras, poetas que cada día se levantan pensando en una prosa nueva, en atar un verbo dentro de una frase para que nos conmueva el alma, en medir sílabas para formar arte, o en dibujar algo para que solo mirarlo sepamos que es lo que nos quieres decir (sin palabra alguna); todos ellos se agruparon para decirnos cómo lo ven , cómo lo han sentido y cómo lo han vivido. Todo, desde su imaginación. Desde su fantasía. Desde su arte.

    Yo solo puedo aportaros aquí, uno de esos granitos de arena con lo que finalmente se ha formado esa muestra de sensaciones. El resto lo podéis encontrar en el único libro de relatos que se ha atrevido a hacerlo. En ese en el que muchos de los autores y autoras de Sant Boi han hecho para que sea realidad: HISTÒRIES CONFINADES (Relats, poemes i il·lustracions santboians del coronavirus)

    Los autores que lo han hecho posible: Emilio Moreno, Carles Rossell, Nuria Salán, Maite Moreno, Joan Aldavert, Raquel Gu, Jaume Farrés, Toni Carbós, Mati Comas, Monrtserrat Comas, Amadeu Alemany, Mikel Martín, Laia Gimeno, Angels Alamzán, Judit Fernández, Cyscko Muñoz, Alfredo Segarra, Germà Terol y un servidor.

     

    MI RELATO:  NO CONOCEMOS A NUESTROS ENEMIGOS.

    NO CONOCEMOS A NUESTROS ENEMIGOS.   
                Relato: Vicente Corachán             Ilustración: Jaume Farrés          

     

    —Doctor, me ahogo. Tengo mucha tos. No puedo respirar bien. Me duele el pecho. Me hierve la cabeza. Parece que me va a estallar. Doctor… ¡Por favor! —trataba de explicarse sin saber muy bien cómo hacerlo. Mirando la cantidad de personas que, estirados en camillas, abarrotaban aquel largo pasillo en el que, de un lado para otros, corrían los sanitarios con sus batas, gafas y mascarillas con las que no hubiera podido reconocer ni a su propia mujer si aun viviera. Todo ello, en el hospital de una ciudad en la que jamás quiso querer vivir.

    Fuera, sentado en la fría sala de urgencias, nervioso, y muy preocupado, él esperaba a que atendieran a su padre.

    El tiempo pasaba sin notificación alguna hasta que, cuatro horas más tarde, un médico, con una expresión contenida, salió para informarle que su padre había alcanzado una temperatura muy alta y le habían tenido que intubar para administrarle oxígeno. Que su saturación en sangre era muy baja y que el cuadro que presentaba no era nada halagüeño. Motivo ese por el que le habían  ingresado en la planta de UCI, esperando que hubiese una cama libre.

    El mundo entero se cernía sobre la conciencia humana de gente que parecía pasar por la vida de puntillas. Como si no fuese la cosa con ellos. Cada uno vivía su propia existencia ignorando la que vivía su vecino. Falsas apariencias que casi todos mostraban de forma similar — aunque no se diesen cuenta de ello—. El caso es que, aquella forma de vivir, resultaba ser generalizado. Algo a lo que desafortunadamente nos habíamos acostumbrado y que no estaba mal visto por ser habitual. Todos, salvo por unos cuantos a los que se les tildaba de locos fanáticos por empeñarse en manifestar pensamientos negativos sobre esa forma de seguir cohabitando. Gente con unas ideas que, para muchos, eran absurdas porque denunciaban la forma de malgastar aquello que, a todas luces, nos debería servir para poder seguir viviendo; para seguir respirando: La propia naturaleza.

    Daniel, un viejo sexagenario que planchaba unas posaderas cansadas por el duro trabajo rural, trató de educar a su pimpollo de la misma manera que a él lo educó su padre. Con cosas tan simples como el ceder el asiento a las personas mayores, con ayudar a cruzar los pasos de peatones a invidentes y a personas a los que la vida les había arrebatado algunas posibilidades esenciales. A tratar de usted a todo el mundo —tuviesen estos la edad que fuese—. A no coger dulces de personas extrañas y a no fiarse de desconocidos. A todas esas cosas que parecen haberse olvidado y que han quedado en nada, como ceniza tras apagarse un fuego. Con cosas que ya no se enseñan porque las tenemos por retrogradas. Porque nos parecen cosas de nuestros abuelos. De un mundo pasado. Su padre trató de inculcarle un comportamiento correcto y respetuoso. Una vida en la que nunca tuviese la intención de imitar a otros; ni la necesidad de matar a esos gusanos internos, llamados vicios, que acaban corrompiendo la vida y el alma.

    La barba que se afeitaba Raulito desde hacía más de una década, tras finalizar sus estudios universitarios en Barcelona, dejó latente un bigote que le daba un curioso toque intelectual. Sus anchas gafas —men’s fashion & style— con las que trataba de corregir una vista cansada, contribuían a ello. Raulito siempre consideró a su padre como el hombre más sabio del mundo. Un hombre que lo sabía todo, capaz de lo que otros no. Durante el tiempo en el que recorrieron todos aquellos años de su niñez, le escuchó cientos de consejos mientras el aire fresco le golpeaba suavemente la cara y por su nariz entraban esencias de aroma a pino y romero que, salvajes e indomables, crecían a orillas del camino por el que diariamente anduvieron juntos desde la escuela a casa. A sus ocho años había aprendido cosas que, sin ser consciente de ello, pocos niños urbanitas habían escuchado jamás. Aspectos que habían forjado en él una personalidad diferente. Una característica intrínseca que le otorgaba una sensación de amplitud ante todo, de libertad y, a la misma vez, de dignidad, amor y respeto con la que afrontar una existencia que observaba efímera y desconocida. Pero el tiempo pasó y las circunstancias fueron cambiando atadas a él igual que un perro a su collar.

    El pueblo no daba oportunidades futuristas y se vaciaba como se vacía un estanque en los meses de sequía. Un pueblo donde los pájaros parecían olvidarse de volar y construir sus nidos en árboles que no ya no recordaban el verdor de unas hojas que jamás volvieron a brotar en ellos. Desiertos de polvo y terrones de tierra que nunca volvieron a ser arados. Aceitunas sin recoger que secas colgaban de los olivos se pudrían en un barro seco en el que ni las cucarachas anidaban. Sus pies ya no pisaban con el mismo entusiasmo el camino en el que su padre le dio todas aquellas lecciones y consejos. Nada volvió a ser lo mismo. Y decidió marcharse. Quedando su padre solo y añorando a la mujer con la que vivió hasta que se le apagó la vida como se apaga una llama en un día ventoso.

    El tiempo pasado se fundió como mantequilla al sol. Barcelona le resultó diferente, una forma de vida que le gustó por ser una vida que solo había visto en sus sueños. Una vida que parecía augurarle un mejor futuro, con muchas más posibilidades. Un olvidarse de trabajar desde la salida del sol hasta su puesta por donde las montañas le hacían perder su imaginación. Una dedicación plena a unos animales que nunca llegaron a dar suficientes rendimientos como para sostener los mínimos caprichos familiares. Un campo que no dio más fruto que las propias subvenciones recibidas para sostenerlo. Su estancia en esa ciudad, en la que solo se pisaba asfalto y apenas le daba el sol, le pareció emocionante y fugazmente apasionante. Y decidió cambiarla por ese otro lugar de sobras ya conocido. Por ese en el que para poder distraerse solo existía un bar, un antro sustentado en una distracción pretérita y cuyo disfrute era jugar al tute, o al dominó. Estancia en la que se respiraba la fragancia antigua de coñac barato y vino recién pisado. El lugar idílico para aquella gente consumía el Baturrico de garrafa, las tapas de tortilla de patatas —hecha siete días atrás— y aquellos boquerones que dos semanas antes saltaban en un barco que rezaba por conseguir llegar por última vez a puerto. Todo aquello lo sustituyó por uno nuevo en el que el olor a nada se había convertido en olor a todo. Donde el silencio se mutaba en un ruido ensordecedor. Donde la amplitud de la vista, que siempre tuvo, ahora se le acortaba al chocar contra edificios de cristal y hormigón. Aquel cielo raso y maravilloso que durante tanto tiempo le había ofrecido la oportunidad de contar estrellas, y ver como algunas fugaces le regalaron la posibilidad de pedir un deseo, lo cambió por otro sin iluminación, sin luna llena que iluminase su fantasía, un nuevo techo sin estrellas por estar cegadas de la luz de la ciudad. En un cielo oscuro como una maldición. Cambió todo aquello por un millón de intermitencias reflectantes de una hilera de semáforos que, en silencio, te detienen o te permiten seguir recorriendo metros de sin sabores. Ambulancias y vehículos policiales con sirenas que escupen, rompiendo la poca paz que puedas tener, estridencias cargadas de desgracias pasadas o de infortunios futuros. Farolas interminables a lo largo de avenidas en las que nunca había descanso. Calles oscuras conocedoras de vergüenzas de ciudadanos sin ocupación alguna más que la de llevarse algo ajeno, aunque para ello tuviese que utilizar la violencia. Barriadas en las que, de los tendederos de sus balcones, ya no colgaban prendas porque daba mala imagen. De las calles estrechas, olientes a orín, en un submundo en el que se habían instalado gentes que venían de malvivir en otros lugares y que, abarrotados y afinados en pisos de treinta metros hacían turnos para dormir y malcomer. Se había mudado a una ciudad donde nada era lo por él vivido y donde jamás nada sería igual. Donde el sol no calentaba de la misma manera y el aire era irrespirable, cargado de polución industrial. Un lugar lejano en el que siempre había vivido y que, por una desgraciada y virulenta enfermedad, también arrancó de allí a su padre al empeorarle la salud.

    Dónde te ves ahora Raulito, se preguntaba añorando aquellos tiempos en que el que el “churro mangotero” o el “un, dos, tres, toca pared”, donde no había más riesgo que el rayarse las rodillas o el caerse de la rama de una árbol buscando nidos. Lo cambiaste todo por un lugar donde todo eso era difícil de creer que había existido. Raulito, aquel lugar que pareces haber olvidado, ya no existe para ti. Y ahora tampoco para tu padre. Un universo donde los residuos alimenticios se tiraban en lugares destinados a alimentar a gallinas, o cerdos, ahora se ha convertido en un juego de recipientes de colores donde echar los diferentes tipos de basura. Ahora vives cómodo en un entorno frío, helado y cargado de envidia y egoísmo. En un edificio en el que no os conocéis ni los vecinos. En el que no os saludáis al encontraros en el ascensor. En un universo industrializado e informatizado donde se han perdido todo tipo de valores. En el que cada uno se siente superior al otro. Y… si no lo es, quiere imitarlo. Tú lo sabes, Raulito. Lo ves cada día. Gente acelerada que te adelanta con descaro para colarse delante de ti sin respetar a los que, en fila y pacientes, conducen aguantando esos atascos. Allí donde un segundo más tarde de ponerse en verde la luz del semáforo, se convierte en el sonar de un claxon exigiéndote rapidez y movimiento. Un mundo de prisas. De agobios.

    Tú padre te lo decía. Te lo comentó muchas veces sabedor de lo que ocurriría en un futuro. Él te lo vaticinó y tú lo escuchaste. Vivir así no podía tener el final que muchos ansiaban. El egoísmo acaba con el bienestar general. Y así ha sido. De pronto, llegó ese momento presagiado por él; y por tantos. Por intereses muy diferentes de naciones mayores.

    La ciencia lucha. El ser humano lucha. Pero no pueden con la velocidad en que esa amenaza crece y se mueve. Es más rápido y violento de lo que se espera y no se consigue controlar. Lo vimos en un país lejano y nos echamos las manos a la cabeza expectantes de cómo lo iban a solucionar. Creímos que las fronteras actuarían como barreras. Pero no fue solo contra aquellos que parecían estar tan lejos. Otros países empezaron a sufrir lo mismo y nos hizo entender que habíamos entrado en la órbita de un planeta distinto, de un planeta infectado. Y sonaron las alarmas. Unas alarmas que nos avisaban de una posible destrucción humana. Pero ya era tarde; aunque algunos se obstinaban en no aceptarlo pensando que lo solucionaríamos como jugando al parchís —tirando el dado y esperando la suerte de un seis para volver a tirar otra vez sin que ocurra nada—. Pues no fue así. Y todo se convierte en una mala realidad en la que te ordenan no salir de casa y te prohíben acudir a tu puesto de trabajo. Tratan de evitar contagios a toda prisa, pero se nos ha ido de las manos. Se convierte en una situación en la que nos vemos en la tesitura de tener que correr sin sentido; de forma urgente y descontrolada. Entones, Raulito, es cuando te sucede a ti con lo que más te duele: con tu padre. Al que le hiciste venirse a vivir contigo para que no estuviese solo, para que no corriese peligro en un pueblo en el que, de haberse quedado allí, quizá no le hubiera pasado nada. Ahora es él el que ha enfermado. Y al que tienes que llevar a urgencias. Es a él al que le falta el aire, el que se ahoga, el que tose sin parar, el que sufre fiebres altas y se desvanece. Al que ingresan en la UCI de manera urgente. El que en el pasillo tiene que esperar una cama para que le atiendan. Ahora es a él al que tienes que dejar solo en una habitación, sin visita alguna. Ahora Raulito es cuando recuerdas algunos de los consejos de tu padre: “Esto no puede acabar bien”. Tú que habías cambiado un mundo tranquilo por uno con más actividad. Ahora lo ves de diferente manera. Analizas lo que tu padre te comentó tantas veces y te das cuenta que tenía razón en muchas cosas. Sin embargo, ahora tienes miedo. Y ves que se acerca un posible fatal desenlace. Un final desagradable en el que todos quieren luchar para evitarlo. Tu padre entre ellos. Reflexionas y observas que los que dirigen este país dan órdenes y mensajes que tú consideras tardíos, pero que en definitiva hay que acatar porque ya son urgentes. Ahora ves que empiezan a aflorar las verdaderas realidades del ser humano. La torpeza de unos. La intransigencia de otros. La desobediencia de muchos. Pero, por suerte, la conciencia de casi todos. Y la predisposición, la solidaridad y la abnegación del resto que tira para adelante y te hace seguir el curso de ese río que te lleva hasta la satisfacción de ver un mundo que agoniza, pero que cambia a mejor porque en definitiva lo lleva dentro. Te das cuenta de que existían falsos motivos los que te hacían continuar con la venda en los ojos: El progreso, el poder, el interés personal, la riqueza. Elementos tan pobres como lo es el propio ser humano.

    Qué reflexiones haces ahora Raulito. Querías cambiar un mundo por otro, pero te salió mal. Y no por culpa tuya, sino porque apostaste a un número en la ruleta de la vida y salió otro. Porque elegiste negro y salió rojo. Ahora eres realmente consciente de que en realidad todos somos iguales, que no somos nada, que somos muy pequeños y que no somos como queríamos aparentar ser. Compruebas que nos necesitamos los unos a los otros. Te percatas, y valoras, más que nunca, que los médicos y el sistema sanitario, se vuelcan en salvar vidas aun con el riesgo de contaminarse por ello. Ahora es cuando ves que necesitamos salir al balcón a aplaudir la labor de aquellos que siempre han estado ahí, haciendo lo mismo que le ves hacer ahora: salvar vidas. Ahora te parecen más importantes. Eso es egoísmo total. Es ahora cuando lo ves ¿Son estas cosas las que hacen cambiar a las personas? ¿Necesitábamos esto para darnos cuenta? Pues se ve que sí.

    Tu padre ya te lo explicaba en aquellas caminatas en las que os llenabais los zapatos de polvo y pisabais la hierba respirando el aire puro. Tu padre, como tantos otros, sabía que no podíamos continuar así. Que algo tenía que ocurrir. Y ha ocurrido. Porque somos sordos, porque hemos querido estar ciegos. Porque no tenemos remedio. Y al final, hasta tu padre se ha quedado solo en un hospital donde ni tú, ni nadie, puede ir a verle. Nadie puede estrechar su mano y despedirse de él en su último suspiro. En ese final de vida que no quiso tener. En ese lugar donde su vida se ha apagado sin que nadie, ni tampoco tú, sepa dónde ha ido a parar para poderle hacer un entierro digno, sin saber si lo van a enterrar, incinerar o quién sabe qué. Como les ocurre a otras tantas familias que están en la misma situación. Por desgracia para todos, por desobedecer a la vida misma y a lo que la naturaleza nos estaba indicando. Por todo eso ahora solo te queda el lamento y mirar por la ventana un mundo sin tu padre.

    Con todo ese dolor, con toda esa pena, impotente piensas que al menos esto nos ha de servir para algo. Para que tomemos conciencia de que el futuro no es tener mejores medios, sino tener mejor calidad de vida. Ha de servirnos para seguir saludándonos por las ventanas sin necesidad de tener que salir a aplaudir a una hora concreta. Para apreciar la labor de todos los que cada día se esfuerzan por salvaguardar vidas o darnos esa seguridad que necesitamos; sin verlo solo como un puesto de trabajo y una obligación laboral, sino como un acto social y humano pleno de puro servilismo. Ha de servir para reconocer la labor que cada uno de nosotros hacemos cada día de nuestra vidas. Para darnos cuenta de que las cosas que para nosotros son inservibles no pueden acabar en el fondo de los mares. Para darse cuenta que tu mascota no puede hacer sus necesidades en una acera y orinarse en la pared de un edificio. Ha de valernos para reconocernos a nosotros mismos y ser más humanos.

    Pero no te preocupes. Cuando estés leyendo esto, puede que haya pasado todo lo que nos afectó ese llamado coronavirus, o COVID-19. Pandemia que, como una sombra viviente, entró en nuestras vidas y se llevó a muchos de nuestros seres queridos. Eso que nos cambió la vida sin remedio alguno y con una vileza y agresividad indescriptible. Quiero pensar que servirá para hacernos reflexionar y cambiar y entonces volveremos a pisar de nuevo el polvo de los caminos. Volveremos a ver florecer los árboles y los pájaros encontraran ramas para anidar. Seguiremos viendo edificios de cristal y hormigón y seguiremos recorriendo nuestras calles repletas de vehículos y luces artificiales, pero todo será diferente. Habremos aprendido.

    Raúl, recuperaremos todo eso. Nos veremos todos iguales. Porque nacemos y morimos igual. Esto tiene que habernos hecho cambiar.

    Hagámoslo por los que se han ido sin poder ayudarnos a convertir este mundo en uno nuevo. Por ellos.

    Por tu padre…, que nunca pensó acabar así.

     

  • AUNQUE ME LLEVEN AL INFIERNO.

    AUNQUE ME LLEVEN AL INFIERNO.

    Sombras y luces. Alegrías y tristezas. Verdades y mentiras: Contrastes estos con los que tenemos que lidiar cada día en nuestros trabajos, nuestras escuelas, nuestras casas y, como no…, por pequeñas e insulsas que estas sean, en nuestras vidas personales. Como norma es una vida monótona cargada de sinsabores y cotidiana donde todo se prevé, donde todo transcurre con normalidad hasta que, de pronto, viene un sobresalto y te la cambia por completo. Desgraciadamente. Y ese es el caso de Charlie. Nadie sospechaba lo que le iba a ocurrir a Leo. Nadie se imaginaba que iba a morir. A morir haciendo su trabajo como en un día cualquiera.

     

    Charlie —que así le llamaban sus colegas de profesión—, hasta la fecha era lo que se puede llamar un “hombre tranquilo”. A pesar de medir casi metro ochenta, tener la fuerza de un oso y una excelente preparación en artes marciales, era un tipo bonachón¸ amigo de sus amigos y en absoluto una persona violenta. Pero, como bien he dicho: Hasta la fecha.

    De profesión detective privado y director de su propia agencia, en esos momentos trabajaba en un caso de espionaje industrial. Su misión era la de controlar al ingeniero de un laboratorio farmacéutico sospechoso de copiar fórmulas secretas y pasárselas a la competencia, supuestamente bajo un pago muy alto (cosa algo frecuente en ese tipo de negocios por ser algo muy lucrativo y fácil de encontrar a firmas interesadas en ello). El asunto, a priori, no parecía demasiado complicado. Lo único que se tenía que hacer era seguir a ese trabajador desde que terminase su jornada laboral y, a partir de ahí, averiguar cuáles eran sus contactos. La parte más complicada consistía en dilucidar qué pintaba cada una de esas personas con las que se pudiera reunir —si se diera el caso— y en averiguar la relación en cuanto a lo que se tenía que descubrir.

    En la reunión que mantuvo el detective con la empresa, además de todos los detalles sobre sus horarios de trabajo, su domicilio, el vehículo que utilizaba, una fotografía y un par de detalles particulares sobre su forma de ser, Charlie argumentó cuáles iban a ser sus procedimientos y condiciones; cosa que dejó algo perplejos a sus contratantes. Estos pensaban que, con esperar a que saliese, y después seguirle, estaría todo solucionado. Pero no era así. De ahí que se viera en la obligación de explicarles las dificultades que ese trabajo comportaba y aclarar que, en el caso de que se pudiese ver con alguien, fuesen estos pocos o muchos, a partir de esos encuentros sería cuando se debería determinar quién era cada una de esas personas, a qué se dedicaba, dónde trabajaba, cuál era la finalidad del encuentro, de qué hablaban, y un sinfín de etcéteras. Al atender a semejantes explicaciones, tanto el dueño del laboratorio (presidente del grupo farmacéutico), como el resto de personas que estuvieron en la reunión, se mostraron estupefactos por darse cuenta que no iba a ser tan fácil como ellos a priori habían pensado. Por suerte, entendieron la naturaleza del asunto y su complejidad —Es lo que tiene haber visto demasiadas películas del CSI, ahí todo se soluciona por arte de birlibirloque—. Una vez apreciaron el grado de experiencia del profesional que tenían ante ellos, firmaron el contrato de servicios que por costumbre Charlie solía cumplimentar.

     

     

    Ahora lo recuerdas como si fuese hoy mismo. Caminabas mientras hacías unas de esas gestiones diarias buscando información para tus asuntos profesionales. Y lo hacías pisando los pies de tu propia sombra. Una figura triste y alargada frente a ti que, sin despegarse, emulaba tus gestos sin disimulo alguno. Formas abstractas y variables que de alguna manera te ayudaban mentalmente a montar ese “Tetris” con el que, pieza a pieza, conseguías las ideas para dar las correspondientes órdenes a tu personal en aquella investigación en la que ya llevabais varios días. Concentrado en ello no escuchabas los ruidos de la calle. No veías la gente con la que te cruzabas ni los coches que se habían detenido en el paso de peatones para dejarte pasar mientras tú, inmerso en tus esquemas operativos, dictabas las decisiones tomadas para que se ejecutara lo que creías como oportuno y obtener una resolución inmediata para concluirlo lo más rápido posible.

    Todo estaba yendo como esperabas: datos, vídeos, fotos, grabaciones e informaciones que metidas en tu cabeza, como si se tratara de una hormigonera, daban mil vueltas hasta conseguir sacar las pertinentes conclusiones. Todo iba como era habitual hasta que… el desaliento de aquella llamada te heló el alma. Luces que no veías ahora te cegaban, sonidos apagados ahora te ensordecían. El aire no llegaba a tus pulmones y el corazón no latía en tu pecho. Un sudor frío empezó a correr por tu frente como gotas de roció en una mañana de escarcha. «¿Qué pasa Leo?». Contestaste de inmediato al descolgar sabiendo que, de llamarte, era porque pasaba algo. Fue ahí cuando recibiste la alarma que te zumbó como si el badajo de una campana golpease tus sienes por dentro.

    —¿Cómo ha ido eso? —continuaste preguntando sin tregua. Interesado en saber a toda prisa qué le ocurría.

    —Jefe. Me siguen.

    No hubo más palabras que esas dichas con angustia por Leo. Nada que te aclarase lo que le estaba ocurriendo. Pero, experto como eres, sabías que no era nada halagüeño. Te costaba respirar, te sentías agotado. Caminabas de manera torpe sin ni siquiera saber hacia dónde te llevaban tus cansados pasos.

    —¿Qué me dices? Cuéntame —preguntaste esperando que la noticia no fuera tan alarmante como intuías.

    —¡Me están siguiendo! —te respondió tu pupilo con resuello. Asustado. Temeroso de algo que desconocía por extraño.

    Imaginabas la escena de tu amigo sufriendo por algo que entonces desconocías pero que imaginabas tan trágico como el sufrir de una tortura.

    —¿Dónde estás? ¿Quiénes son?…

    —No lo sé. Me he dado cuenta cuando iba detrás del químico. Lo he estado siguiendo hasta que, después de hacer varias cosas raras, y pararse de golpe frente a una nave abandonada, he visto que otro coche también se ha parado detrás del mío.

    —¡Vete! ¡Márchate! Sal de ahí ahora mismo ¡Abandona! —Le dijiste sin dar crédito a lo que estabas escuchando y queriendo darte prisa en ordenarle lo que para ti era urgente. Vital.

    —No puedo jefe. Estoy en un pasaje sin salida y el químico está dentro de su coche. Sin bajarse. En el otro coche hay otro tío y me bloquea la salida hacia atrás ¿Qué hago?

    Ahora recuerdas amargamente que la angustia de Leo se sumaba a tu impotencia. Te hubiera gustado cambiarte por él en aquel mismo instante. Pero eso no era posible. Y temías lo peor.

    —¡Leoooooo! ­—gritaste desesperado creyendo darle la única solución que entendías posible—. Revienta tu coche contra el de él. ¡Sal de ahí…! ¡Por Dios, sal como sea! —Tratabas de explicarle cuando, de repente, escuchaste el angustioso silencio de la llamada cortada.

    Nunca te había parecido tan desesperante perder la conexión del teléfono. Varias llamadas fueron las que de inmediato volviste a hacer cual tiempo que se esfuma y crees perdido. Sin embargo, tu teléfono, aliado con ese desespero angustioso, te daba por respuesta el mismo tono que si te estuvieras llamando a ti mismo. Lágrimas y nervios te bloqueaban mientras clavabas la vista en la pantalla intentando averiguar si realmente estabas marcando el número de tu amigo. Y de nuevo, esa horripilante angustia. Esa que como un lobo te mordía el alma y te robaba el sentido común. Tu sudor corría por la espalda. Por dentro de la camisa. Arrastrando con él ese fuego abrasador de un disgusto insoportable. Las sombras de los edificios caían sobre ti como fantasmas que te anunciaban un mal presagio. Tiempos pretéritos se agolpaban en tu mente recordando tragedias antes vividas y jamás borradas. Historias que hacía tiempo que habías dejado encerradas en el fondo del cajón de tus agonías. Secuencias de un pasado que, como en diapositivas, afloraban de nuevo ante ti atormentando la paz conseguida tras años de visitas al psicólogo. El miedo de aquellas noches de insomnio en las que los muertos del Hipercor venían a los pies de tu cama y en las que te aparecían, como fatal recuerdo, las dos niñas bajo los escombros del Cuartel de Zaragoza y todos esos espectros que habían abandonado la celda donde los guardaste y que te caían encima aplastando toda tu fragilidad. Pero ahí era diferente, en esos momentos eran tus piernas las que no resistían tu propio peso; haciéndote creer que de un momento a otro ibas a perder el equilibrio. Y de pronto… Todo se convirtió en negro. Como en una película. Y todo empezó a verse en cámara lenta. Sin nada que pudieras hacer. Sin nada que supieses hacer.

     

     

    Para el resto de los mortales, todo había continuado más o menos de la forma habitual. Incluso para tus clientes, que consiguieron despedir a su empleado gracias al haberse demostrado con tu informe esa fuga de información. Asunto ese por lo que le costó verse inmerso en un proceso penal del que tuvo que defenderse de un delito para no entrar en prisión. Pero no fue por lo que tú sabías que él debía pagar. Para todos siguió la vida igual menos para ti, que te lamentas cada minuto de no haber podido demostrar que fue un asesinato. Por eso no duermes. No descansas. Enterrando cada noche la cabeza en la almohada tratando de ver la forma de demostrar lo que tú sabes que pasó. Lo que nadie creyó por razones y explicaciones falsas difuminadas por una coartada inventada con la que pudo eludir la responsabilidad de haber cometido un asesinato: El asesinato de tu amigo. Sin embargo, tú no dejaste de buscar hasta desenterrar la verdad. No puedes llevar el peso de la muerte de Leo. No soportas el sufrimiento de esa mujer que ahora llora explicándole a su hijo, que su papá murió haciendo el trabajo que amaba. Una mujer que cada noche se acuesta acariciando al hijo que lleva dentro. Al hijo que su padre no verá nacer. Una viuda que cobrará la mísera y falsa paga de un marido que dicen que murió en un accidente de tráfico. Te escuece esa herida que no se cicatriza porque no puedes tolerar que tu amigo esté muerto y los responsables deambulen impunes. Padeces y te lamentas por no resistir el peso de esa losa que te arrebata una existencia cargada de culpabilidad.

    Aun repasas mil veces el atestado policial que, de manera ilícita, has obtenido de aquella inútil investigación.  A la memoria te viene cómo lo habría vivido Leo intentando, sin remedio, huir de la muerte. Como piedras en el cauce del río que ven pasar un agua que nunca más las volverá a mojar. Y lees incrédulo la versión de que el químico al que investigabais estaba en otro sitio a esa hora. Versión que te afecta porque, lamentablemente, tú mismo has comprobado como cierta por ser una coartada perfecta. Te come tu yo más profundo el pensar que en ese momento te necesitaba y que tú no estabas allí para socorrerle. Y te duele porque tu consejo de huir no le valió; probablemente por ni siquiera haber llegado a oírlo. Y allí, delante de este atestado indigno, sigues leyendo que tu amigo fue encontrado con el cráneo reventado contra el volante de su coche al haberse estampado contra un árbol en un camino vecinal. Repasas todas esas mentiras que ellos han puesto sin impunidad alguna. Atribuyéndose ser garantes de una verdad que tú no has podido demostrar como falsa por errónea. Te reconcome el no conocer la forma con la que demostrar que no fue así. Algo de lo que tú, solo tú, conoces el modo. El cómo.

     

     

    Dos largos meses fueron los que le costaron a Charlie averiguar ciertas cosas de interés crucial. Ese tiempo en el que estuvo totalmente apartado de los cotidianos trabajos de su agencia. Como un anacoreta se encerró en un mundo que, aunque activo, a él le parecía abstracto y trémulo. Un tiempo en el que se volcó en una sola cosa: en averiguar todo lo posible para que se volviese a reabrir lo que un juez, guiado por las pocas y malas pruebas existentes, lo archivó sin escrúpulo alguno. Un tiempo invertido exclusivamente para Leo. Para traer la verdad costase lo que costase. Incluso poniendo su vida y su libertad en juego. Un precio muy alto, pero que le valía la pena pagar.

     

     

    —¿Cómo te va? —escuchó la voz que esperaba. La que ansiaba oír. La voz del que apareció como en otras tantas ocasiones. Como una sombra en la noche.

    —Me alegro de verte —contestó Charlie haciendo el ademán inútil de levantarse para saludarlo. Aquella mano en su hombro se lo impidió.

    Monty dejó La Vanguardia y, al tiempo que se sentaba, alzó el brazo para que el camarero se acercara hasta la mesa de aquella terraza y le pudiese pedir un té verde con dos sobres de azúcar y una rodaja de limón. Su aspecto seguía siendo el mismo. Como si no hubiesen transcurridos aquellos casi cinco años desde la última vez en que se vieron. Su perilla entrecana y sus redondas gafas sin montura, Christian Dior, le daban ese toque de profesor universitario que acreditaba con su elegancia al vestir de esa forma tan peculiar.

    —Hace mejor tiempo que en la capital. Me voy a tener que venir a vivir aquí los últimos días de mi vida. Echo de menos no tener este clima… y el mar. Te envidio —abrió los dos sobres de azúcar a la vez y derramó su contenido en la taza. Mientras lo removía alzó la vista para dirigirse de nuevo a un Charlie que callado le observaba recordando tantos trabajos juntos. Tantos secretos. Tantos riesgos— ¿Cómo lo llevas? —Removiendo el té.

    —Muchas gracias, hermano —contestó con una mirada tensa y cansada con lo que dejaba suficientemente claro su estado de ánimo.

    —Está todo. Llevarás cuidado, ¿verdad?

    Solo los gestos daban respuesta a las preguntas. Muecas y miradas que flotaban en el aire para acabar desapareciendo como una cortina de humo en un día de viento.

    —Me dijiste que no podrías a quedarte a dormir.

    —Cierto. No podré. En el G8 hay movida. Parece ser que el último que se incorporó al grupo está removiendo las aguas. Vamos a ver qué podemos averiguar por allí. Ya me gustaría quedarme y cenar contigo, pero… —Un apretón de manos fue lo único que definía una cálida despedida a ese encuentro para nada singular ni casual. Todo lo contrario.

    —Gracias —dijo Charlie abriendo con disimulo La Vanguardia y cogiendo el pendrive—. No olvides ponerte la shapka-ushanka.

    Y desapareció igual que había acudido.

     

     

    Sobre la mesa, en esa en la que llevas dos meses tratando de recopilar detalles que aportar a tu forzada ofuscación, como si estuvieses montando un puzle, tienes varias fotografías y el vídeo de la reunión que aquel día tuvo el maldito químico. De la reunión que mantuvo con un cliente demostrando no haber estado en aquel pasaje. Demasiadas evidencias para ser un encuentro impensado. Eso creíste y sigues creyendo, pero nadie lo vio igual que tú. A tu derecha, en la misma mesa, la pantalla de tu ordenador en la que, un regalo en forma lápiz de memoria, te muestra un montón de archivos en los que se te abre un cielo que había parecido cerrarse para siempre por unas nubes tan negras como un desconsuelo. Cientos de datos que te indican y demuestran que no fue al químico a quién siguió Leo, sino a un cebo. Ahora sabes lo que ocurrió. Charlie, ahora sabes que a tu amigo le descubrieron y le prepararon una trampa que picó cual ratón a un queso. Por fin has podido saber con quién contactó el malnacido del químico al que investigabais y quién le informó de que estaba siendo vigilado. Ahora sabes a quiénes se les encargó el trabajo y quién ordenó su ejecución. La trazabilidad de todos esos móviles te ha dado toda esa  información. La respuesta a lo que tú ya sabías. Información que podría haberse hecho oficialmente pero que, por culpa de nuestro sistema, infinidad de asuntos quedan sin resolver. Nuestras leyes amparan a los criminales y tú ahora te vas a aprovechar de ellas para hacer justicia. Normas escritas que hacen que los jueces no permitan poder encontrar evidencias que se saben dónde están. Preceptos que se interponen en la búsqueda de la realidad vulnerando la posibilidad de esclarecer tantos y tantos delitos. Como en tantas ocasiones has comprobado. Pero ahora no van a ser ellos los que puedan ver lo que tú ya conoces. Porque al haberlo obtenido de esa forma ilícita, aunque se la realidad verdadera, y la única forma de demostrarlo, no sirven. La verdad no pesa lo mismo que la mentira en la balanza de la justicia y te das cuenta que es tan ciega como se muestra. Ahora tú eres la Ley y te acogerás a esas mismas formas de interpretarla. Cientos de llamadas, conversaciones telefónicas, mensajes de todo tipo, números de teléfono, direcciones, nombres, todo… absolutamente todo lo tienes delante de ti. Ahora ya sabes cómo y quién. Ahora sabes qué se puede hacer. Y lo harás.

     

     

    La vida de Charlie por fin volvió a ser monótona. Volvió a llevar sus casos de investigación como siempre antes lo había estado haciendo. Su obsesión había desaparecido. Se había disipado como lo hacen las crestas de espuma de las olas al llegar a la playa. Aquella inquietud de dos meses atrás se mutó por un solo interés. El leer la sección de sucesos de El Periódico donde poco a poco aparecieron las cuatro noticias que esperaba con ansia: «14 de julio: Aparece en la playa de Cubelles el pescador que dos días antes cayó al agua tras golpearse en una de las rocas donde estaba pescando la madrugada del sábado en uno de los espigones del mismo Cubelles». «13 de septiembre: El portero de un conocido club de alterne de la capital catalana, es encontrado, muerto por sobredosis de heroína, en el interior de su coche». «15 de octubre: Encuentran muerto, en la montaña del Montseny, a una persona que se despeñó por un barranco mientras buscaba setas. «23 de noviembre: El presidente de uno de los mayores laboratorios de Barcelona es hallado, en su propia casa de Puigcerdá, flotando en la piscina climatizada».

     

     

  • Bulbos de Grandiflora

    Bulbos de Grandiflora

    Desde el confinamiento del COVID-19

    Su voz sonó apagada. Aun así, William pudo escucharla.

    Dejó caer las tijeras y corrió como si le quemaran la espalda. Sabía que le pasaba algo grave. El invernadero construido ese verano para cultivar las rosas, le pareció eterno. Se asustó al no ver a Sue donde, un rato antes, la había dejado plantando esos bulbos de “grandiflora”. Se encontraba arrodillada, blanca y sin apenas poder respirar.

    —¿Qué te ha pasado? —ella no contestó.

    Intentó incorporarla, pero las piernas de Sue no parecían tener fuerza ni para aguantar su propio peso. Los negros ojos de William se clavaron en los de ella tratando de concederle la fuerza que le faltaba. Sue llevaba los labios pintados de manera uniforme; de un suave rosa, pero necesitaba arreglarse su cabello.

    —Ya estoy mejor. Gracias — Mintió.

    Durante ese último año había tenido dos amagos de infarto. Su salud era delicada y él temía que, cualquier día, su castigado corazón, les diera un disgusto.

    —Te lo he repetido muchas veces. No deberías agotarte tanto. Has estado demasiado tiempo de pie.

    William, frente a ella, la besaba al tiempo que con su mano cogía una acristalada lágrima que resbalaba por la arrugada y pálida mejilla. Una mejilla que, en su día, había sido tersa y rosada como las rosas que ahora ella cultivaba. Apartó varias macetas del banco de madera y la hizo sentar mientras le daba a beber un poco de agua. Sue temblaba. Sabía que él sufría por ella.

     

    La bruma había desaparecido. El plomizo cielo dejaba las alargadas máculas rosas y violetas que el sol había pintado tratando de esconderse dando paso a la noche. Al compás de los chirridos del balancín de madera, ella, con los ojos cerrados, se dejaba mesar su cano pelo. Él la observaba. En silencio. El tic tac del reloj de cuco musitaba acompasadamente y la cafetera expulsaba un denso vapor mientras reproducía el silbido triste de un tren que llegaba a una estación donde los pájaros se habían olvidado de volar.

    Él se levantó y dispuso, en una bandeja de alpaca, dos tazas y dos cortes del bizcocho al limón que ella había preparado esa misma tarde mientras tatareaba la canción que tanto le gustaba. Como todas las tardes.

    Daban las nueve de la noche cuando sonó el timbre.

    Sue sospechó que, desobedeciéndole, William había llamado a Alfred, el doctor que la llevaba desde que la enfermedad la visitó quedándose en su corazón.

    Cuando lo vio entrar se le congeló la sangre.

    A William también.

    —Buenas tardes —se escuchó tras la mosquitera de la entrada.

    Charles sabía que su presencia les sorprendería a los dos.

     

    El contacto entre William y Charles había disminuido durante los últimos años. Se reducía tan solo a las llamadas telefónicas para Navidad, Acción de Gracias y poco más. Hacía algo más de dos años que William, por la enfermedad de Sue, decidió dejar la brigada y la cena les sirvió para ponerse al día. Cuando terminaron, Sue, con pasos breves y entrecortados, como el compás de Semana Santa, se retiró a descansar y ellos pasaron al salón.

    —Te apetece un trago —dijo William mostrando la botella de Macallan.

    Charles se acomodó en el viejo sillón orejero de piel vuelta donde Sue, antes de acostarse, cada noche leía las novelas de misterio de su tocaya Sue Grafton. Esa noche no.

    —Sí, gracias —contestó con voz queda—. Que sea doble. Y tú ponte otro. Te hará falta.

    Aquello le presagió que el interés de la visita no era solo por interesarse por su salud; ni la de Sue. Cosa que intuyó nada más personarse allí. Retorció su poblado bigote al ver, de reojo, como Charles sacaba un sobre del bolsillo interior de su americana. Detalle que atisbó de soslayo, pero que fingió no haberse percatado.

    Se acercó a él. Colocó unos posavasos sobre la mesilla y le entregó uno de los dos vasos de whisky.

    —Por los viejos tiempos —dijo William ansioso por averiguar para qué había acudido.

    Charles alzó la copa asintiendo al brindis y bebió un trago. Abrió el sobre, sacó una nota y se la entregó.

    Mientras William la leía meneaba la cabeza con incredulidad. Charles se acabó su licor de un trago y dejó el vaso sobre la mesa.

    —Esto es una broma… ¿verdad?  —preguntó William sin dar crédito a aquello que había leído.

    —Para nada. No vendría a mostrarte semejante barbaridad si creyese que es una broma.

    William, aun incrédulo, la repasó una vez más. Trataba de analizarla mientras se mordía el labio y se ajustaba las gafas a su ancha nariz. Como si volviéndola a leer cambiara el texto.

    —¿Tienes idea de quién puede querer matarnos? —preguntó William.

    Sabía que la respuesta iba a ser negativa, pero quiso asegurarse de que su antiguo compañero no hubiera sacado alguna conclusión que él, de momento, no era capaz de adivinar.

    El texto era escueto pero muy explícito:

    «El Fénix resurge de sus cenizas y recobra su libertad. Ahora, tu amiguito y tú, tenéis los días contados»

    —¿Por qué crees que se refiere a nosotros dos? — preguntó William.

    Aquello tenía fácil respuesta. Todos aquellos años en la DECO (Departamento Especial del Crimen Organizado) habían dado muchísimas oportunidades como para que cualquiera de los muchos delincuentes y criminales que habían metido en la trena tuvieran motivos para quererlo hacer.

    —No tengo ni idea. Le he dado muchas vueltas —contestó poniéndose en pie y acercándose a su amigo.

    William apuró su whisky y volvió a repasar de nuevo la nota tratando de obtener una respuesta que no conseguía encontrar.

    —Lo recibí ayer —interrumpió Charles—. Ni el sobre ni la nota tienen huellas; lo he comprobado. He intentado pensar quién podría… Son cientos los que hemos metido entre rejas. Pero jamás pensé que alguno quisiera vengarse. El que lo ha escrito tiene que tener un motivo muy especial.

    —¿Y…? —Soltó y aguardó una respuesta.

    —Pues que va en serio. Y que no podemos quedarnos de brazos cruzados —contestó contrariado.

    Su respuesta incomodó a William.

    —¿Y qué pretendes que hagamos? —Tragó saliva y continuó—. Lo mejor, y único que podemos hacer, es ponerlo en conocimiento de la jefatura. Pediremos que nos pongan protección y que se encarguen de averiguarlo. Nosotros ya estamos fuera. No tenemos posibilidades de saber quién narices es ese loco y por qué mierda quiere vengarse.

    Por momentos la tensión cargaba el ambiente y la temperatura corporal de ambos ascendía. De la frente de William afloraba una leve pátina de sudor y no parecía dispuesto a darle valor al miserable que intentaba trastrabillar la paz que ahora tenía y, mucho menos, preocupar a Sue. Ni ella ni su corazón podrían aguantarlo.

    —Sí, sé de sobras que son muchos los que pueden formar esa lista. Pero… piensa una cosa… —contestó un Charles que empezaba a ponerse nervioso comprobando la negatividad de su colega. Se levantó del sillón y se puso frente a él con claras intenciones de convencerle de que estaban en un serio peligro. Aun así, William impertérrito aparentaba tener intenciones de no estar dispuesto a acatar ningún plan que este le quisiera proponer. Y lo retuvo alzando la mano para frenar sus claras intenciones.

    Charles, recapacitó y se serenó. Lo miró fijamente y le apartó la vista dándole la espalda para, de un trago, tomarse lo que quedaba del licor  en su vaso.

    Aquel momento se convirtió en una atmósfera algo que se podía cortar con un cuchillo, como si el aire de la habitación se hubiera congelado. Charles se giró de nuevo hacia su colega y dijo:

    —¿Te has parado a pensar que los dos estamos jubilados y que el que ha escrito esto lo sabe perfectamente?

    A William le hubiera gustado zanjar la conversación en aquel mismo momento, subir a la habitación, tumbarse junto a Sue y dormirse para tratar de olvidarlo todo. No quería sumar más problemas a la salud de su esposa. La habitación parecía darle vueltas como una noria de la que no podía bajarse. Sin embargo, aunque era consciente que aquello no podía pasarlo por alto y que, de ser cierto, desconocía dónde quería llegar el autor de la nota, no podía hacer nada que estuviera en su mano, ni en la de su amigo. Por lo tanto, solo quedaba una opción. Y era tratar de convencer a su amigo de que no era un asunto peligroso, pero no en el que ellos pudieran, ni debieran, intervenir.

    —Te equivocas Charles. Nosotros no podemos hacer nada. Estamos fuera. Crees que aun puedes seguir investigando como te pasó con el caso Flánagan. Prometiste averiguar por qué murió y aún no has dejado de meter la nariz en ese avispero. Todos sabemos que aquello pasó y ya está. Se acabó. Se llevó a cabo una investigación y no se sacó nada en claro. Ahora quieres meterte a investigar este otro asunto. Estoy de acuerdo en que es un asunto que nos concierne a los dos. Pero no me negarás que no podemos hacer nada por nuestra cuenta. Deberíamos ponerlo en conocimiento y olvidarnos. Reconoce que nuestra vida ya es otra. Ya no somos policías.

    Su amigo le miró fijamente, clavándole sus castaños y cansados ojos, pero en silencio. No estaba de acuerdo. Su espíritu era otro y, en este caso, al temer por la vida de ambos, con más razón. Cogió su sombrero y le dobló las alas con intención de ponérselo en la cabeza, pero no lo hizo, le quedaba algo que decir.

    —William. Quien quiera que sea, sabe dónde vivo y probablemente dónde vives tú. Aparte de querer averiguarlo, he venido a tu casa para avisarte… Para que te andes con ojo. He venido hasta aquí controlando si alguien me seguía y no quiero pasarme el resto de mis días así. Si no quieres echarme una mano lo entenderé. Sue está muy enferma y te debes a ella. Has de cuidarla. No te preocupes. Ahora estás al corriente. Te tendré informado. Pero… Si ves algo raro…, dímelo enseguida y lleva mucho cuidado. ¡Ah! Y gracias por el whisky. Veo que sigues teniendo un gusto excelente.

     

    Sue no pudo evitar escuchar la conversación. Cuando William subió para comprobar cómo se encontraba aun estaba despierta.

    —¿Crees que puede ir en serio? —dijo con un hilo de voz y sin apenas fuerza.

    Él no había acabado de entrar cuando ella le formuló la pregunta. Se quedó de pie junto a la puerta. No supo que contestar. Tampoco quería preocuparla.

    —La verdad es que no lo sé. Entiendo que nadie hace algo así por capricho. Pero…, no veo quién querría… —respiró profundamente y obvió acabar la frase—. Puede que Charles tenga razón en que exista alguien que quiera…. Pero el problema es que él sigue pensando que aún está en activo. Y se equivoca. No es cosa nuestra. Mañana llamaré para informar y pediré que abran una investigación.

    Hubo un silencio.

    William se acercó a la cama y se sentó junto a ella. Sue le asió con fuerza la mano y le miró con dureza a los ojos. Ella le dedicó una tierna y delicada sonrisa. Le acarició la cara con la misma suavidad con la que acariciaba a sus rosas y le dijo:

    —Charles no ha venido porque sí. Si yo estuviera bien habrías tomado otra aptitud. Medítalo. Puede que exista un riesgo y por nada del mundo querría que te pasara algo. Yo estoy bien; no te preocupes. Haz lo que creas conveniente.

    William se recostó sobre ella y le besó la frente.

    Ella cerró los ojos.

     

    La mañana les regaló una niebla que se iba despejando lentamente, dejando que los rayos del sol iluminaran y calentaran la alcoba. William se despertó pronto. Apenas pudo dormir. Bajó a la cocina. Mientras exprimía naranjas para hacer el zumo para Sue, llamó a Castillo. Lo hizo usando una tarjeta que aún guardaba. La que antaño utilizaba para llamadas que no quería que quedasen registradas.

    El que había sido su jefe durante tantos años tenía que saber lo que ocurría; era el único que podía ayudarles a desenmascarar al autor de aquel anónimo.

    Durante unos minutos, de forma discreta, le puso en antecedentes. Y aunque él ya no estaba en el departamento donde los tres habían militado juntos, le pidió que buscara unos expedientes. Y le pidió un favor. Le puntualizó que necesitaba saber quiénes, entre una serie de individuos, podían estar en libertad. La lista no podía ser muy larga. A sus clientes, como él les llamaba, se les castigaba a cadena perpetua, o a pena de muerte. Solo unos cuantos gozaban de una condena con posibilidad de poder salir a la calle antes de acabar en una fosa estatal. Y le comentó que sospechaba que, el responsable de aquella nota anónima, tenía que ser uno de esos y que solo entre los tres podrían descubrirle.

    Antes de colgar, acordó con él que, esa misma tarde, recogería a Charles y se verían en comisaría para analizar esos dosieres.

    Gracias a su viudedad, Charles no temía por la seguridad de nadie; excepto por la suya propia. En ese sentido, William estaba en desventaja.

    Efectuó una segunda llamada y, cuando finalizó, subió a la habitación con el desayuno de Sue. Le comentó sus planes y esperó a que llegase su hija Irene. La había llamado para que viniese a recoger a su madre y se la llevase con ella. Era consciente de que, allí, corría peligro.

    Después de que ellas se marcharan, William decidió ir al domicilio de Charles. Hizo unas gestiones y le mandó un mensaje explicándole que pasaría a recogerle.

    Al llegar a casa de Charles, llamó al timbre. Desde fuera escuchó la indicación a que pasara. La puerta no tenía la llave echada.

    Era temprano y le extrañó no oler al incienso de mandarina que Charles, como de costumbre, encendía siempre. Pensó que se había hecho viejo y que habría cambiado de hábitos. Pero, aun así, le pareció extraño. Tampoco olía a café.

    Cruzó el vestíbulo y se dirigió hacía la cocina, lugar de donde intuyó que procedía la voz de su amigo.

    Al cruzar la puerta, de repente, todo se oscureció.

     

    A duras penas veía nada cuando pudo abrir los ojos. Tenía un fuerte dolor en la nuca. Todo era borroso; como la bruma de cada tarde. Solo veía sombras que se movían frente a él.

    Desde el suelo, tumbado, vio unos pies atados a una silla. Era consciente que aquella situación iba a tener consecuencias desagradables.

    —El señor se ha despertado por fin —dijo el que le había derribado.

    Todo le daba vueltas; como en un tío-vivo. Estaba aturdido, pero reconoció aquella ronca y desagradable voz. Esa voz no se le había borrado de su cabeza por cuestiones obvias.

    —Ya no eres el mismo. Antes eras más duro. La inactividad te ha mermado esas habilidades propias de ti en su tiempo —escuchó de la misma voz.

    Levantó la vista, con mucho esfuerzo,  y pudo ver a Charles sentado frente a él. Atado. Desfigurado. Sangrando por boca, nariz y cejas. Había recibido una brutal paliza pero aun estaba vivo. Su apagada, pero directa mirada se lo indicaba.

    —¿Puedo incorporarme? —preguntó William.

    Como respuesta recibió una patada en las costillas.

    —¿Crees que me puedes engañar? ¿Crees que no sé que sabes que soy el autor de ese anónimo?

    William se encogió como pudo en el frio suelo esperando recibir más golpes.

    Su agresor se aseguró que seguía intacta la brida de plástico con la que le había atado las manos a la espalda mientras estuvo inconsciente. Se acercó a él y le ayudó a incorporarse dejándolo sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pata de la mesa. A continuación prosiguió a dar un monólogo por discurso:

    —Por eso me has pedido que buscara todos esos expedientes. Dedujiste que había tenido que ser yo. Crees que me chupo el dedo. Querías hacerme creer que lo que pretendías era pedirme ayuda y confundirme. Te conozco. Sé de sobras cuál es tu forma de actuar.

    Desde su situación, William poco podía hacer. Castillo le apuntaba con el revólver. Era consciente de que en cualquier momento podía dispararles, aunque sospechaba que no acabaría con ellos de un disparo. No había sido lo suficientemente inteligente como para llevar un arma con silenciador y,  con aquel 38 que siempre llevaba encima, si disparaba, alertaría a todos los vecinos. Por eso supuso que tendría preparado otro tipo de final para ellos.

    Trató de dialogar con él. Tenía que ganar tiempo.

    —Sí. Así lo deduje —logró poder decir después de escupir una bocanada de sangre que le hizo presagiar que la patada le había dañado más de lo que le estaba doliendo —. En la nota había algo que no es habitual encontrar en ese tipo de anónimos. Nadie amenaza de muerte dando tantas pistas. Tu royo y esas mierdas de poeta frustrado. Has sido tan inútil como siempre. Has querido hacernos creer que debía ser uno de los que habíamos metido en la cárcel y que querría vengarse de nosotros. Por eso inventaste esa patraña del Ave Fénix y lo de la libertad. Has dado por hecho que cuando acabases con nosotros localizarían ese anónimo y que nuestra muerte quedaría sin resolverse, haciéndoles creer que el responsable estaría entre uno de esos individuos. Que eso te daría la posibilidad de matarnos sin que pudieran descubrirte.

    Charles no hacía más que a duras penas intentar respirar mientras se desangraba. Y rezar para que su amigo tuviese algún plan. Cosa que no creía posible.

    Castillo no podía negar la evidencia, pero su prepotencia le hacía tratar de mostrarse superior a William.

    —Tú lo has dicho. Has acertado. Sabía que querríais investigarlo vosotros mismos. Todavía pensáis que sois unos “superpolis”. Siempre os habéis creído el ombligo del mundo.

    Charles miraba a William con resignación. Cada vez era más consciente de que no tenían ninguna posibilidad de salvarse. William estaba cerca de Castillo, en el suelo, con las manos atadas a su espalda, sangrando por la boca y posiblemente con las costillas rotas y hundidas en uno de sus pulmones. Era consciente que en cualquier momento acabaría con ellos. Estaban vendidos a la voluntad del puto Teniente Castillo. Su antiguo jefe.

    —No te saldrás con la tuya. —William trató de provocarle—. Podrás acabar con nosotros, pero no evitarás pagar por ello.

    Castillo explotó a reír y mostró una ruidosa carcajada.

    —¿De verdad? ¿Acaso piensas que podrás explicarlo enterrado en una fosa? Ni siquiera sabes los motivos por los que os voy a liquidar.

    William intentó quemar el último cartucho que le quedaba.

    —Te equivocas. A noche recordé el caso Flánagan.

    La cara de Castillo cambió de inmediato.

    William continuó sin darle tiempo a reacción alguna. Lo necesitaba:

    —Por eso te apartaron del grupo. Su muerte no fue un accidente. Nunca se pudo demostrar, pero no fue como tú lo describiste. Nunca se supo por qué acudisteis los dos allí. Cuando nosotros llegamos, estabais solo los dos; tú de pie y Flánagan muerto. Alguien le había atropellado. Y tú… no habías visto nada. Ni matrícula, ni nada. Lo que ocurrió realmente fue que Flánagan había descubierto que los contenedores llevaban cocaína y que tú estabas metido hasta el cuello. Por eso acabaste con él.

    William consiguió sacarle de sus casillas. Era su propósito.

    Castillo se abalanzó sobre Charles y le puso el revólver en la sien.

    Charles cerró los ojos pensando que le iba a acribillar en aquel mismo instante.

    —Vosotros me jodisteis. Acabasteis con mi carrera. Flánagan no tenía que haber acudido aquella noche al puerto. La droga se descargaba sin problemas, pero tuvo que hacerse el iluminado. Tuvo un chivatazo y quiso comprobarlo. Por eso le aplastaron contra un contenedor. Yo no le maté, pero por su culpa perdí la carga. Los colombianos no perdonan. Me expulsaron del grupo. Perdí la posibilidad de ascender. Me enviaron a las cloacas. Apartado del grupo no pude restituir esa carga ni poder hacer que entrara otro cargamento. Arruinasteis mi carrera y mi vida. Y ahora me lo voy a cobrar.

    En ese mismo momento se escuchó una explosión. Los cristales de las ventanas se hicieron añicos en el mismo momento en que, dos hombres vestidos totalmente de negro, entraron por ellas asidos a unas cuerdas y armados hasta los dientes.

    A la voz de «¡Levanta las manos!» aquella habitación se convirtió en un polvorín donde, después de que Charles disparara contra uno de aquellos dos hombres —afortunadamente en su chaleco—. Y en ese momento exacto, como si los intervalos de tiempo no existiesen, con una precisión total, varios impactos acertaron en el hombro, piernas y brazos de Castillo.

     

    En apenas unos segundos, aquello se llenó de policías.

    El olor a pólvora, y a sangre, se mezclaba en el ambiente haciéndolo irrespirable.

    Al ensordecedor ruido de las sirenas se le sumaba el bullicio de la gente que se agolpaba en las aceras para ver lo ocurrido. Un espectáculo digno de John Mclain en la “Jungla de cristal”.

    Castillo, esposado y sangrando por todos lados, observaba como el Capitán González le quitaba a William un micrófono que llevaba enganchado bajo la camisa, en el pecho. Era la prueba. Una declaración en toda regla.

    Charles, al que también le estaban haciendo unas curas de urgencia, sorprendido por el comportamiento de su compañero se dirigió a él y le dijo:

    —Sabía que no me ibas a dejar solo. Pero… podrías haber venido antes.

    —Lo siento, la niebla cubría todo Chicago y me impidió conducir más rápido. Sabes que soy un hombre jubilado y casado. Y antes de venir, le tuve que cortar unas rosas a Sue.

    Y, ella es lo primero.