Son muchos los relatos que he ido escribiendo después de haber editado mi primera novela.

Algunos de esos relatos, normalmente cortos, entre las 1.000 y las 5.000 palabras, han sido premiados en algunos de los concuros a los que los he presentado. Otros me fueron solicitado por editoriales para incluirlos en diversas antologías.

Me encantaría que pudierais leerlos, incluso los que nunca han salido del cajón donde los guardé.

En esta página iré incluyendo algunos, por si os apetece darles un vistazo.

 

Vicente Corachán 14-04-2020

Su voz sonó apagada. Aun así, William la escuchó.
Dejó caer las tijeras y corrió como si le quemaran la espalda. Sabía que algo grave ocurría. El invernadero, levantado aquel verano para cultivar rosas, se le hizo eterno. Se asustó al no ver a Sue donde la había dejado, plantando bulbos de grandiflora. La encontró arrodillada, pálida, apenas capaz de respirar.

—¿Qué te ha pasado? —ella no contestó.

Intentó incorporarla, pero sus piernas no tenían fuerza. Los negros ojos de William se clavaron en los de ella, como si quisiera prestarle energía. Sue llevaba los labios pintados de un rosa suave, aunque su cabello desarreglado la delataba.

—Ya estoy mejor. Gracias —mintió.

Durante aquel año había sufrido dos amagos de infarto. Su salud era frágil, y William temía que cualquier día su corazón se apagara.

—Te lo he repetido muchas veces: no deberías agotarte tanto. Has estado demasiado tiempo de pie.

La besó mientras recogía con los dedos una lágrima que resbalaba por la mejilla arrugada, antaño tersa y rosada como las flores que cultivaba. Retiró unas macetas del banco de madera, la sentó y le dio un poco de agua. Sue temblaba. Sabía que él sufría por ella.

La bruma había desaparecido. El cielo plomizo se teñía de violetas y rosados que el sol dejaba al esconderse. Al compás del chirrido del balancín, Sue, con los ojos cerrados, dejaba que él mesara su canoso cabello. William la observaba en silencio. El tic-tac del reloj de cuco marcaba el compás. La cafetera silbaba como un tren que llegaba a una estación desierta.

Él se levantó y dispuso, en una bandeja de alpaca, dos tazas y dos cortes del bizcocho de limón que ella había preparado esa tarde, tarareando su canción favorita, como cada día.

Daban las nueve cuando sonó el timbre.

Sue sospechó que William había desobedecido su petición y llamado al doctor Alfred.

Pero cuando lo vio entrar se le heló la sangre.

A William también.

—Buenas tardes —se oyó tras la mosquitera.

Charles sabía que su visita los sorprendería.

En los últimos años, William y Charles apenas mantenían contacto: llamadas en Navidad y Acción de Gracias. William había dejado la brigada para cuidar de Sue, y aquella cena les sirvió para ponerse al día. Después, ella, con pasos breves y entrecortados, se retiró a descansar. Ellos pasaron al salón.

—¿Te apetece un trago? —preguntó William, mostrando una botella de Macallan.

Charles se acomodó en el viejo sillón orejero donde Sue solía leer cada noche novelas de misterio de su tocaya Sue Grafton. Esa noche no.

—Sí, gracias. Que sea doble. Y tú ponte otro. Te hará falta.

Aquello confirmó a William que la visita no era casual. Fingió no percatarse cuando Charles sacó un sobre del bolsillo de su americana.

Se acercó con los vasos y brindó:

—Por los viejos tiempos.

Charles bebió un trago y abrió el sobre. Le entregó una nota.
Mientras William la leía, negaba con incredulidad.

—Esto es una broma… ¿verdad?

—Para nada. No vendría a mostrarte esto si lo fuera.

El mensaje era breve y brutal:

«El Fénix resurge de sus cenizas y recobra su libertad. Ahora, tu amiguito y tú tenéis los días contados».

William se ajustó las gafas, intentando hallar otra lectura.

—¿Tienes idea de quién puede querer matarnos?

—No. He pensado mucho y no lo sé. Podrían ser cientos.

—¿Y qué pretendes que hagamos?

—No quedarnos de brazos cruzados.

La tensión subía. William tragó saliva.

—Lo mejor es informar a jefatura. Que nos pongan protección. Nosotros ya estamos fuera. No podemos descubrir quién es ese loco.

Charles se impacientó.

—¿Te has parado a pensar que el que escribió esto sabe que estamos jubilados?

William hubiera querido acabar la conversación, acostarse junto a Sue y olvidarlo. Pero sabía que no podía.

—Te equivocas, Charles. Nosotros no podemos hacer nada. Crees que sigues en activo, como con el caso Flánagan. Prometiste dejarlo y nunca lo hiciste. Ya no somos policías. Lo que debemos hacer es informar y apartarnos.

Charles lo miró con frustración. Finalmente, suspiró:

—He venido para avisarte. Si no quieres ayudarme, lo entiendo. Sue está enferma y te debes a ella. Pero, si ves algo raro, llámame enseguida. Y cuídate.

Sue había oído la conversación. Cuando William subió, aún estaba despierta.

—¿Crees que va en serio? —preguntó con un hilo de voz.

Él se quedó en la puerta, dudando.

—No lo sé. Nadie hace algo así por capricho. Quizá tenga razón y exista alguien que nos quiera fuera. Pero esto ya no es cosa nuestra. Mañana llamaré para informar.

Ella le estrechó la mano, le sonrió con ternura y le acarició el rostro.

—Charles no ha venido porque sí. Si yo estuviera bien, habrías tomado otra actitud. Medítalo. Puede que exista un riesgo y no quiero que te pase nada. Haz lo que creas conveniente.

William besó su frente. Ella cerró los ojos.

A la mañana siguiente, la niebla se disipaba lentamente. William apenas había dormido. Preparó el zumo de Sue y, mientras lo hacía, llamó a Castillo. Era su antiguo jefe. Le puso al corriente y le pidió que revisara expedientes: quiénes podían estar libres. Pocos lo lograban, pues la mayoría recibían cadena perpetua o pena de muerte.

Antes de colgar, acordaron verse esa tarde en comisaría.

Después llamó a Irene, su hija, para que se llevara a Sue. Allí corría peligro.

Más tarde fue a casa de Charles. La puerta estaba sin llave. Extrañado, no olió ni a café ni al incienso de mandarina que su amigo siempre encendía. Siguió la voz que provenía de la cocina. Al cruzar la puerta, todo se oscureció.

Despertó con un fuerte dolor en la nuca. Todo era borroso. Vio unas sombras y unos pies atados a una silla. Era Charles. Estaba desfigurado, sangrando, pero vivo.

—El señor se ha despertado por fin —dijo una voz ronca, inolvidable.

William la reconoció: Castillo.

—¿Puedo incorporarme? —preguntó.

Recibió una patada en las costillas.

—¿Crees que me puedes engañar? Yo envié el anónimo.

Lo sentó en el suelo, aún atado, y le apuntó con un revólver.

—Has deducido que era yo. Querías confundirme. Pero sé cómo actúas.

William escupió sangre.

—La nota tenía demasiadas pistas. Tu rollo de poeta frustrado. Quisiste hacernos creer que era alguien que metimos en la cárcel. El Ave Fénix, la libertad… Todo para despistar. Pero fuiste tú.

Charles apenas podía respirar.

Castillo sonrió con desprecio.

—Sabía que investigaríais. Siempre os creísteis superpolis.

—No te saldrás con la tuya —replicó William—. Podrás matarnos, pero pagarás por ello.

Castillo soltó una carcajada.

—¿Ah, sí? ¿Y quién lo contará desde una fosa?

William jugó su última carta.

—Sí lo sé. El caso Flánagan.

La cara de Castillo se tensó. William continuó:

—Nunca fue un accidente. Flánagan descubrió que estabas metido en el cargamento de cocaína. Por eso murió.

Castillo perdió el control y apuntó a Charles.

—Vosotros me jodisteis la carrera. Los colombianos no perdonan. Me mandaron a las cloacas. Me lo vais a pagar.

Amartilló el revólver. En ese instante, una explosión sacudió la casa. Los cristales saltaron y dos hombres encapuchados entraron armados.

—¡Levanta las manos!

Castillo disparó, pero recibió varios impactos en hombro, piernas y brazos.

En segundos, la casa se llenó de policías. El olor a pólvora y sangre lo impregnaba todo. Afuera, sirenas y curiosos abarrotaban la calle.

El capitán González le quitó a William un micrófono oculto bajo la camisa: la prueba.

Charles, herido, le susurró:

—Sabía que no me dejarías solo. Pero podrías haber venido antes.

William sonrió con cansancio.

—Lo siento, la niebla cubría todo Chicago y me retrasó. Sabes que soy un hombre jubilado y casado. Antes de venir tuve que cortar unas rosas a Sue. Ella es lo primero.

Su amigo sonrió.