Decisión extrema

 In Relatos

Javier Martínez no era más que un hombre de mediana edad. Un buen tipo con una mirada decidida, pero sin embargo cansada. Posiblemente por haber dedicado parte de su vida a buscar un buen trabajo. La suerte no era su fuerte; más bien lo contrario. Sus escasos recursos académicos probablemente fuese la causa de que se hubiera visto obligado a trabajar en lo que encontraba. Lo que nadie quería. Fueron decenas los oficios que desempeñó. Aun así, jamás alcanzó a saber cuál era el suyo. Así sucedió hasta que encontró el que podría ser definitivo, el que le durase hasta llegar a la edad de jubilarse. Pero, lo que no esperaba, era que aquella muerte pudiese trastocar sus vidas.

A sus cincuenta años, entró a formar parte de la plantilla de una empresa de seguridad. Sus primeras gestiones fueron aquellas en las que tuvo que trabajar de noche y hacer vigilancias en lugares donde se pasaba calor en verano y frío en invierno. Las más duras, las más molestas y, aun así, las peor pagadas. Su talante, su buena presencia y el haber demostrado un buen comportamiento le valió para que sus superiores lo valorasen como merecía y por fin consiguió un turno y un lugar digno donde desempeñar su función. A partir de ese día, Javier iba a ser el vigilante de seguridad de una de esas grandes superficies. Las penurias se habían acabado.

Llevaba más de tres años paseándose uniformado por aquellos pasillos. Al igual que un águila surca majestuosamente los aires en busca de su presa, él controlaba cada una de las tiendas que a derecha e izquierda constituían todos aquellos establecimientos donde la gente entraba a realizar sus compras. Al pasar por delante saludaba a los empleados de forma sibilina, con disimulo por si de ellos recibía algún gesto en el que entendiese que algo iba mal. Los lugares donde le requerían, por haberse cometido algún hurto, o por alguna otra circunstancia que exigiese que tuviera que personarse, acudía raudo y actuaba de forma eficaz.

Javier era feliz. Por fin había encontrado su estabilidad personal y familiar. Laura lo esperaba todas las tardes después de salir del mercado municipal en el que llevaba trabajando desde niña en una parada de fruta. Ahora podían marcharse a pasear por las calles del Casco Viejo y por La Rambla. Deambular abrazados o cogidos de la mano y explicarse cómo le había ido el día a cada uno de ellos. Se podían permitir tomarse algo en alguna de las terrazas de la Plaza Cataluña. Recorrer el parque de la Muntanyeta o el de Marianao y esperar allí a que se hiciera oscuro para mirar las estrellas. Hacer esas pequeñas y a la vez tan grandes cosas que no habían podido hacer antes.

Ese viernes, nada más llegar a casa, cansado de estar tantas horas de píe, ella le sorprendió. Ese fin de semana libraba y Laura le había preparado una sorpresa. 

—He hecho una locura —le dijo al tiempo que lo abrazaba.

Javier no esperaba que le recibiese de aquel modo. Y mucho menos que le soltase algo así.

—¿Qué ha pasado? —soltó asombrado.

—He hecho una reserva en un Hotel de Salou. Lo he cogido desde mañana por la mañana hasta el domingo después de comer —lo miró fijamente— ¿No te habrán cambiado el turno?

—No, no me lo han cambiado —contestó insólito—. Aquello le pareció extraño.

—Te hace falta. Así no pensarás en nada más que en pasárnoslo bien. Tienen piscina y está frente a la playa —le dijo tirando de él— ¡Venga! Date una ducha. Tengo la cena preparada. Luego te doy más detalles.

Mientras cenaban, le hizo ver que le serviría para no pensar en lo del lunes siguiente. Javier tenía que personarse en el juzgado para ratificar su declaración e identificar a la persona que vio huir en un vehículo. No era la primera vez que lo llamaban a declarar por cosas que sucedían en su trabajo. En ocasiones había tenido altercados con personas que trataban de llevarse prendas. Eso le originó recibir alguna que otra amenaza. Sin embargo, nunca se había visto envuelto en un hecho penal.

Días atrás, haciendo su ronda por la zona del aparcamiento, observó como dos personas se habían enzarzado en una discusión y uno de ellos apuñaló al otro. Él no pudo más que gritar pidiendo ayuda, pero aquella persona falleció antes de que llegaran a socorrerle.

Esos dos días prometían ser un descanso emocional. Realmente ella lo había conseguido. Javier no pensó en ningún momento en el juicio. No tuvo tiempo ni ocasión. Desde que llegaron el sábado al hotel ella se encargó de acudir a la piscina y darse un baño hasta la hora de comer. Luego la correspondiente siesta. La tarde la pasaron paseando cerca de la playa. Cenaron y luego bailaron hasta pasada la una de la madrugada. Por la mañana desayunaron y se marcharon a la playa hasta la hora de comer. Decidieron acudir a la piscina para despojarse de la salitre antes de ir a comer. Cogieron dos hamacas y se bañaron y tomaron el sol. Todo era una maravilla.

—¿Nos vamos a comer? —preguntó él—. Tú, no sé, pero yo tengo hambre.

—Subo a ducharme y bajo. Necesito cambiarme.

—¡Vale! Yo te espero aquí.

Más de media hora después, viendo que su mujer no bajaba, se levantó de la hamaca y se dirigió al vestíbulo con intención de subir a la habitación a ver que le podía haber pasado. No era normal.

Justo cuando iba a coger el ascensor, tropezó con un hombre que salía.

—Perdone —dijo aquel.

Javier se dio cuenta que a esa persona se le había caído un papel y se agachó a cogerlo con la intención de llamarlo para hacerle saber. Aquel, ya no estaba allí.

Miró la nota y pudo leer: “Señor Javier Martínez. Llame a este número de teléfono y le diremos dónde está su mujer. Le estamos controlando. Si avisa a alguien, no la volverá a ver”. Debajo de ese escrito había un número de teléfono.

No entendía nada. No sabía qué hacer. No sabía si subir a la habitación para comprobarlo o si acudir a la recepción para avisar de lo que había ocurrido. Estaba desconcertado.

Optó por marcar ese número de teléfono.

—¿Quién es usted? —dijo nada más oír que atendieron la llamada.

—Déjese de hacer preguntas y atienda. Esto va en serio. Tiene su coche abajo en el aparcamiento. Vaya y lea la nota que hemos dejado. Obedezca o no volverá a ver a su mujer con vida.

—¡Pero…! —Colgaron.

La nota era muy explícita. Debía declarar que vio correr a un hombre y que se fijó en la matrícula del primer coche que vio que salía en aquel momento. Que no estaba seguro de que aquel se hubiese subido en él. Que dudaba. Que todo fue muy rápido. Y, sobre todo, que no reconociese a la persona que le pusieran delante de él. Tenía que decir que esa no era la persona que cometió el apuñalamiento en el aparcamiento. La amenaza era explícita. Si no cumplía, no volvería a verla. Si lo hacía como le indicaba, su mujer le estaría esperando en casa. Con vida.

Lo que prometía ser un fin de semana feliz, con la mejor intención del mundo por parte de Laura, acabó siendo el más horrible de su vida. Abandonó el hotel y todo el domingo lo pasó tratando decidir si acudía a la policía o seguía al pie de la letra lo de aquella nota. Había visto películas donde, por no hacer caso, mataban al rehén. Y otras en las que, a pesar de obedecer, al final todo salía mal y también moría. Todo era un desconcierto. El temor a lo que podría ocurrir le quemaba como el fuego del infierno.

Sin haber podido dormir, acudió al juzgado y cumplió a rajatabla la amenazante misiva.

Cuando llegó a casa entró como si el diablo le persiguiese. Le costó abrir la puerta y llegar hasta el comedor. Lo hizo dejando el coche sobre la acera, sin cerrar, golpeándose contra todo lo que encontraba a su paso por tratar de llegar lo antes posible y comprobar si su mujer estaba allí. Unos segundos que se le hicieron eternos. Jamás había pasado tanta angustia. Tanto miedo.

Al llegar al salón, la vio. Allí estaba. En el sillón. Su cara era tan blanca como la nieve. Sus brazos caídos sobre su regazo. Los ojos abiertos de par en par. Inmóvil. Como una muñeca de trapo.

Javier cayó de rodillas a sus pies.

Fue entonces cuando Laura se levantó y se abalanzó sobre él para abrazarlo.

Con esa decisión, aunque su conciencia quedase resentida, Javier había salvado a su mujer.

Lo que jamás averiguaría, es que la primera en ser amenazada por aquellos tipos había sido ella. Y que permitió planearlo así sabiendo cómo actuaría él. Laura era consciente que, de habérselo propuesto a él directamente, nunca lo habría aceptado.

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