SOLO CON DOS TACOS – PREMIO LA NIT DEL LLOP

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ORFEO CORNELLÀ

PREMIO LA NIT DEL LLOP – abril/2019 

 

La noche del 27 de junio de 2019, tuve el honor de ser invitado, como ganador del mes de abril en el Concurso de Relatos Breves de «La Nit del Llop», a la cena que el Orfeo Català de Cornellà lleva a cabo el último jueves de cada mes y donde invitan al ganador mensual de esos relatos y al escritor o escritora que los miembros del club han leído su novela. Un lujo de acto al que asisto de vez en cuando y donde he tenido el honor de estar invitado también por haberse leído mis obras.

Independientemente de Ernesto Rincón, y de los asistentes habituales al mismo a estas cenas y encuentros literarios, en este día me acompañó Héctor Daniel Oliver Campos, como ganador del concurso de relato del mes de abril (clasificado también, como yo, para el premio anual), acto que se llevó a cabo para gozar con Empar Fernández que se encargó de ilustrarnos sobre la primera Guerra Mundial y la epidemia de la gripe en ese proceso bélico; historias estas que cruzan de principio a fin esa maravillosa novela suya: «La epidemia de la primavera».

Por si os apetece leerlo, os pongo el relato que con el gané ese mes de abril, «Solo con dos tacos».

SOLO CON DOS TACOS.

Recuerda que no se había quitado los zapatos. Ni siquiera había puesto un paño sobre el asiento de la silla. Evoca en su memoria que, desde allí subido, miraba, a través de la ventana, el paso de los coches que circulaban sin pensar en los demás; ajenos a la vida individual del resto de la gente que, absortos en sus cuestiones particulares, deambulaban cerca de ellos. A los peatones que en rojo cruzaban los pasos de cebra. A aquellas personas que paseaban por las aceras sorteando el mobiliario urbano, las sillas y mesas de la terraza de los bares, los patinadores y unas cagadas de perros que sus desaprensivos amos no consideraban tener que recoger. A su mente trae que aquella mañana se esforzaba en despejar unas nubes que amenazaban una repentina lluvia mientras algunos tímidos rayos de sol, con mucho esfuerzo, iluminaban la calle dibujando en el suelo las grises y alargadas sombras de los árboles que en aquella rambla llevaban años plantados resignados a ver y oír las miserias de tanta gente.

Se acuerda Manuel que Irene le había recriminado: «¿Solo con dos tacos?»-. Porque ella creía que no eran suficientes para que aguantase el peso de la barra y las cortinas nuevas. Y que él, sin atenderla, y todavía atravesando con su mirada perdida los cristales del ventanal, recordaba el momento en que su hija, tres días antes, les comunicó que estaba embarazada de su primer hijo. Ese viernes que Lucía y Mario, habían ido expresamente a comer con ellos para darles la noticia. «¡Les hacía tanta ilusión a los dos!». Fue un comunicado inesperado porque, aunque tenían esperanzas, dudaban que ese sueño se llegara a producir. Su única hija llevaba dos años soportando varios tratamientos intentando crear una nueva vida. Tanto Mario como ella, mostraban en sus caras una sonrisa que había borrado por completo la dibujada tristeza de tantos días de pruebas. Por fin se habían diseminado todas aquellas justificadas arrugas de Lucía que, junto a sus achinados ojos negros, se le habían formado por la incertidumbre de no conseguirlo. Incluso las oscuras ojeras, producidas por tantos llantos sostenidos, habían desaparecido. Su cara brillaba de emoción y alegría. Se habían acabado las idas y venidas a los hospitales para someterse a los diferentes métodos in vitro. A todas aquellas visitas para aportar semen y óvulos con las esperanzas de que algún día fecundara y pudieran dar la noticia que entonces acababan de participar.

Evoca ahora en su cabeza que Irene había ahogado en su pecho, durante mucho tiempo, una pena que le quemaba como las llamas que calcinan el infierno, y que ese día lloraba y reía por la felicidad que por fin gozaba su hija.

Tras los cristales, Manuel sigue observando el caminar desesperado de los transeúntes. De gente que muestra una prisa que él ya no tiene. Con la mirada totalmente perdida evoca los planes que, dos días antes, todos habían estado haciendo. No puede olvidar como Lucía, ilusionada, les relataba cómo y a quién iba a contárselo. Que la boda de su prima Carmen, que se casaba ese mismo domingo y a la que iban a acudir, iba a servir para comunicárselo a todo el mundo.

De nuevo, mientras mira la calle desde allí subido, le vienen aquellas voces: «Manuel duerme un poco. El viaje es largo y has de descansar». Y su inútil respuesta «¡Qué pesada que eres!» haciendo caso omiso.

Ve como si estuviera allí, las maletas de los cuatro cargadas en el maletero. Y dentro, las ropas que iban a lucir en la boda. Sus mejores galas. Un vestuario elegido para festejar el enlace y pregonar aquella gran noticia a la familia que, por estar a ochocientos kilómetros, solamente veían una vez al año.

Manuel se maldecía de que, a sus sesenta años y por culpa de una cabezonería e intransigencia que arrastraba desde joven, hubiese querido seguir conduciendo aun llevando tantas horas, y de noche. Negándose a cederle el volante a Mario. Su testarudez no le dejaba darse cuenta que su cansancio mermaba sus reflejos y siguió circulando por aquellas carreteras en las que las luces de los faros de su coche trataban de ir señalando cada una de las rayas pintadas de blanco que el vehículo engullía a su paso como si jamás hubiera recorrido senda alguna. Y él seguía negándose a cambiarse por Mario a pesar de que su vista cansada se perdía cien o doscientos metros más allá de donde él va sentado mientras, con firmeza, sujeta el volante y pisa un pedal que alimenta las ganas de seguir recorriendo y tragando camino aun consciente del peligro que ello comporta.

Los ojos se cansan, pero él calla. El camino sigue y su cerebro pide descanso. Un descanso que no advierte. Las voces de los que, a su lado y detrás van sentados, reprochando su comportamiento parecen ir enmudeciendo. Voces que siguen hablando pero que él ya no oye.

De pronto, la carretera sigue resta pero el coche no y se escucha un estruendo…, gritos…, polvo…, cristales… y… ¡muerte! A continuación: Silencio. Mucho silencio.

Solo su respiración es la que oye. La sangre tapa sus ojos. Llama a Irene, a Lucía y a Mario. Nadie contesta.

Ahora está mirando por la ventana y sigue viendo pasar a toda aquella gente. Personas que tienen un a dónde ir y un por qué seguir.

El sol empieza a calentar con fuerza. Las nubes negras han dejado que el cielo luzca su azul más cálido. Una luz de verano que ni Irene, ni Lucía, ni Mario, ni el niño que venía, podrán jamás volver ver. Una felicidad truncada de la que él se siente brazo ejecutor. Una rabia que no puede soportar y que le corroe por dentro devorándole el alma.

Manuel deja de mirar la ventana y se centra en lo que ha venido a hacer. Con un pie permanece en equilibrio encaramado a la silla mientras coloca el otro en el respaldo de la misma.

De verlo así, Irene le hubiera regañado y él le hubiera replicado: «¡Pero… qué pesada que eres!».

Con sus manos atadas a la espalda, su pierna empuja fuerte y la silla se vuelca. Queda a treinta centímetros del suelo. Su cuerpo ofrece los mismos respingos de una fiera que no quiere morir, pero es inútil. El cuello se oprime gracias al nudo corredizo que él mismo, minutos antes, elaboró con sus propias manos.

Su cuerpo se tambalea y balancea como el péndulo de bronce un reloj de pared. Hasta que deja de moverse. Orina y semen han mojado sus pantalones. Los zapatos se han despojado de sus pies dejándolos desnudos y su lengua sale por la comisura de la boca. Su vida se apaga.

La barra resiste ¡Con tan solo dos tacos!

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